EL APOGEO DE LA VULGARIDAD
A mediados del siglo pasado se dio en Occidente como consecuencia del eclosionante fenómeno de la subcultura Rock un cambio en los comportamientos y maneras de expresión de la identidad juvenil. Este cambio -imbuido en una ola de intencionada pero vana rebeldía- supuso una subversión de la esfera del gusto dominante y, hasta entonces, exclusivo. Un gusto basado en los parámetros de discreción, elegancia y coherencia.
Este vuelco del gusto y del buen tono hacia la expresión de una vulgaridad estridente y superflua se ha dado a la vez que un cambio de valores y, también, del proceso de idiotización social acontecido durante la segunda mitad del siglo pasado. Su intención rupturista puede hallar un precedente en como los movimientos de vanguardia de principios de siglo XX aniquilaran los conceptos de buen gusto y belleza heredados de la tradición artística anterior.
Este manifestación juvenil, popular y hortera se ha extendido a muchos ámbitos culturales: el vestuario, la ortografía, las formas del trato, la publicidad, el arte, el lenguaje, las costumbres, el cine, etcétera. Y así se busca la autenticidad en el lenguaje, el “estar al rollo”, y se usa y abusa de todo tipo de recursos y términos jergales. La ortografía se descuida desvergonzadamente y se constituye en sumidero de maneras ortográficas provenientes del campo del cómic o del SMS o se importan caracteres de otros alfabetos. Un trato deferente se considera pedante y ridículo por demasiado correcto y anticuado y se valora lo espontáneo aunque sea evidentemente estúpido e irrespetuoso. Todo ha sufrido una subversión estética y moral. La vestimenta estridente y ridícula se confunde con la práctica de un original individualismo. El desaliño se confunde con la naturalidad y una manera supuestamente libre de encarar la vida, y la exhibición de una impúdica ignorancia con las pretensiones de autenticidad.
El mundo anterior, todo aquel
espacio de tiempo antes del siglo XX, siempre valoró el universo juvenil, pero ahora se ha convertido en paradigma incuestionable. El mundo joven, sus ritos, señas de identidad y opiniones, inspira un especial interés mediático como forma de vida extrapolable a las demás edades cuando, realmente, sólo se trata de una etapa de transición caracterizada por la inmadurez e inexperiencia en todos los aspectos de la vida.
Esta propagación de lo vulgar juvenil no tiene apariencia de retorno al orden moral y estético del gusto de antaño. La sociedad ha asimilado ya esta nueva forma de expresión antiestética y como un organismo que propaga sus recursos vitales por sus venas este paradigma juvenil, rebelde y fascinador se propaga por sus conductos mediáticos en todo momento.
Reacciones a su implantación se dan en la incorporación de la cultura a la imagen personal, una cultura incompleta y aparente. Así se llenan los museos de superficiales degustadores de pintura que nunca superarán su condición de neófito; o se llenan las salas de conciertos de personas incapaces de apreciar una buena partitura. En el ámbito de las letras esta reacción también ocurre pero en menor medida dado el sufrido esfuerzo que supone la lectura para una gran parte de la sociedad.
Pero nada parece desdecir la defunción del buen tono y los buenos modos sospechosos del conservadurismo y elitismo. El inmisericorde traslado de las maneras de antaño por las nuevas de hoy se ha convertido, pues, en el nuevo referente cultural y la masa orteguiana, más que nunca, ha conquistado a base de tatuajes, piercings, tuning y otras muchas formas de manifestación hortera el pedestal del respeto en detrimento de su antiguo ocupante: el buen gusto.