A la hoguera del mercado
El mercadeo obsceno, la búsqueda de lo último, lo mediocre, la falta de profundidad, el afán de lucro y la creación de falsas reputaciones. Todos estos rasgos en mezcolanza abonan el antaño
prestigioso campo del arte. Esta podría ser la era del fin del arte que tantos predijeron. Porque el arte ha olvidado su antigua función de elevar los espíritus y su valor es hoy sólo aquel que fija su precio en la galería.
De igual forma que se negocia con la propia dignidad o se vende la propia privacidad en programas televisivos de testimonio, el artista comercializa su pretendido talento a la vez que se degradan los rasgos que encumbraron su valía social. Hoy los objetos artísticos son solo meros productos mercantiles más y su precio su verdadero valor. Aficionados al arte y filisteos, críticos y coleccionistas habitan el mismo ámbito, un ámbito levantado alrededor de la hoguera del mercado donde arden los antiguos ideales del arte vanguardista y su proyecto utópico. Nada se puede hacer contra esta comercialización del espíritu que señala nuestra época, sentencia nuestro futuro y nos instala en una inmediatez materialista y banal.
El ingenio seriado de Damien Hirst, la grandilocuencia narcisista de Jeff Kons y el uso de la pornografía de tantos y tantos artistas son características del gusto por epatar y la intención, en el último arte, de un efectismo vacío de todo contenido. Un trayecto sin más destino que la búsqueda de la fama por la fama. De tales productos de consumo artístico se deduce el derrumbamiento del edificio de la Vanguardia artística y de este derrumbamiento surge la falta de proyecto, el esnobismo del “todo lo último es bueno”, la desorientación de los coleccionistas y la estupidez, rasgo fundamental de nuestra sociedad hipertrofiada pero desprovista de criterios de análisis.
Opinar de arte sin saber y valorar positivamente la oferta museística o de las galerías solo porque se proyecta allí es la constante de nuestro tiempo. Por un lado, este papanatismo revierte es una espiral que se autoalimenta y, por otro lado, el mercantilismo deviene en una psicosis social en el que los precios del arte crean la ilusión de su excelencia.