La estética de lo fácil, lo no exigente, lo efectista, banal y vacuo domina en casi todos los ámbitos de la cultura de la sociedad actual. La filosofía de lo comercial y su consecuencia -el producto cultural de consumo- constituye el becerro de oro de la adoración de las productoras de cine, las cadenas de TV, las galerías de arte y de muchas editoriales. Un becerro de oro a imagen y semejanza del alma materialista y superficial de nuestro tiempo.

El negocio, solo justificado ideologicamente por el afán de lucro, las campañas de marketing, el producto industrial y lo publicitado como obra de calidad han venido a sustituir a lo realmente excelente y elevado: el producto cultural que aspira a la belleza y la verdad, a conocer algo más sobre el mundo y que busca interrogantes y nos respuestas. Un producto que desfallece entre otras ofertas culturales de menor calidad pero comercialmente más extendidas y socialmente más consumidas, destinándolo a la condena del ostracismo en el gusto del ciudadano: un ser no dotado de criterio y que pica con facilidad en los cebos que le dispone el mercado cultural que como dice Vicente Verdú es “un mercado incomparablemente artero para sacar de la basura beneficio y de artículos tan malos como para llorar sus auténticos productos de último grito”.

De este lucrativo fenómeno que intercambia la digna obra de arte por el producto de consumo, tenemos ejemplos en los más variados frentes de la oferta cultural. Tanto en el mercado del arte actual -donde el artista ha perdido su carácter combativo y épico convirtiendo su obra en una mera gestión comercial- como en la decadente y cada vez más mediocre industria cinematográfica de Hollywood donde se realizan películas de incontestable brillantez formal, repletas de efectos especiales prodigiosos, con diseño espectacular, ritmo trepidante y gran desenfreno visual, pero donde es imposible ver un solo minuto de verdadero cine.

Apostar por el producto comercialmente seguro y despreciar lo que exija el más mínimo esfuerzo intelectual son los rasgos distintivos de nuestra industria de la cultura. Este mercantilismo de subproductos mediocres pero aparentes, que no superan ni el más elemental análisis crítico, pervierte al antaño prestigioso campo de la cultura y manifiesta, a todas luces, la cada vez creciente influencia social del poderoso caballero don dinero.