El único motivo real en el minucioso cultivo de la propia imagen pública de tantos y tantos es nuestra socializadora pretensión de participar en el juego de las apariencias. Sólo con la deconstrucción de este elaborado artificio de calculados rasgos tenemos acceso a observar el lado oculto de las personas. El individuo, mientras actúa como ente social, mientras convive en sociedad, se enmascara en el personaje que dibuja en el perímetro de su mismidad, de su mismo ser social. El individuo, actúa, se muestra, interpreta con precisión su papel y en esa interpretación es difícil precisar su identidad personal verdadera.

Se da mucho esto con los uniformados funcionarios de cualquier administración o cuerpo que rigen su conducta por una reglada normativa; o en los miembros de la casta eclesial que tras una máscara de puritanismo ocultan su comprensible -por natural- pero, para ellos inconfesable, deseo sexual; o en los políticos de carrera que fingen tanto una simpática personalidad como una vocación de servicio a la sociedad; o, por último, en los ostentadores de una elegancia en el vestir pero cuya psicología describe una colección de rasgos personales muy poco elegantes.

Se ha considerado la imagen como una necesidad puesto

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que cumple una función práctica comunicativa; hace como que se posee la personalidad que se desea mostrar a través de la ficción que se muestra públicamente. La imagen personal, interpretada de este modo, es una herramienta que llega a ser patología cuando por su dependencia u obsesiva importancia esclaviza al sujeto y llega a ser estupidez cuando por su estridencia o esnobismo muestra a las claras la narcisista o aborregada condición del individuo. Este último es el caso del mostrarse en sociedad de las tribus urbanas juveniles siempre pendientes del ser mirados. Pero, más allá de esto, el cultivo de la imagen se manifiesta imperioso, general, contextualizado mucho más en el superficial presente de lo que estuvo en el pretérito. Todo ello, además, entre un amoral vacío de valores reales que por

efecto de su preponderancia destila un cinismo de campeonato.