Anteriormente ser considerado hortera era casi un estigma social. El hortera era un extravagante. Incluso repelía a través de una imagen que obligaba al rechazo. En cambio, ahora, es imposible hallar una práctica estética más aceptada para representar el espíritu de nuestro tiempo. Frente al placer del decoro, la procacidad del Kitsch; bajo el templo de la alta cultura, la cloaca inferior de la vulgaridad; frente al tino de la discreción, el horror del mal gusto.

La estridencia y su masificación son hoy síntoma doloroso de una perdida. Frente a la época en que la aspiración general era pasar desapercibido, se da ahora el momento en que se anhela remarcar una propia identidad tuneándose el cuerpo. Cualquier decoro se halla hoy cerca de la acusación de anticuado y alejado de la idea de modelo estético, más próximo a lo ridículo que nunca teniendo en cuenta la transformación e inversión de este concepto en los últimos tiempos.

Además, lo hortera constituye aquello a que debemos sujetarnos para ser considerados personas actuales, con valores ejemplares: sin temor a ser apartado socialmente ni al “qué dirán”, o a ser criticados por conjuras de necios. El alzamiento de la horterada ha sido la gran aportación estética de la sociedad de consumo y su mayor hallazgo como negocio.

Ojalá tanta desmesura trajera la réplica de una nueva contención, de una nueva y concienciada repulsa de lo deplorable. Lo deplorable: lo popular como enseña de una nueva y fresca estética de los tiempos y, como cimentación de una Masa de filisteos orgullosa y satisfecha de su gusto, pero ajena a cualquier exigencia cultural relevante.

Todos tenemos dentro un hortera en potencia. Queremos no ser tildados de falta de actualizacones y anhelamos dar una imagen fresca, apropiada. O que el entramado de nuestra personalidad,- que mostramos en el escrutado escaparate de la sociedad-, nos permita sentirnos integrados de lo que la mayoría consume adocenadamente en los mass media. A los tiempos de encorsetado academicismo y dominio de la élite cultural, a la época de preponderancia del esfuerzo y una sociedad espiritualmente superior sigue este despropósito de alzar a la ejemplaridad lo fácil, lo banal, lo pretendidamente transgresor, lo “In”, la aberración del gusto: lo pedestre.

Pero, hoy más que nunca se impone la necesidad de oponer contra la sobrevulgarización, el aristocrático vuelo de la alta cultura y contra el aplastamiento de la mayoría la jactancia de constituir parte de un gusto selecto.