¿Puede ser que una persona llegada a la senectud deje de tener el mismo valor que tuvo cuando aún era joven? Y, ¿puede realmente su alma volverse a sentir joven?

Puede que ocurran ambas cosas teniendo en cuenta los valores actuales donde la belleza y la imagen de la juventud se han constituido en el bien en el bien supremo y envidiado y donde se ha dado como consecuencia un boom de la oferta de las formas de embellecimiento y mejoramiento del atractivo físico. La apariencia juvenil ha acabado colocándose entre los valores imperantes y suprimiendo con su imposición el antiguo y moribundo prestigio de una experimentada y sabia vejez.

Toda persona que alcanza la vejez se adentra en una indiferencia y en un ninguneo de radical implantación social por mor de la subida a los altares de lo joven como fin vital y no como etapa de transición y superación.

La cirugía plástica posee tal prestigio que -otorgándola poderes casi mágicos- aboca a una muchedumbre de sedientos aspirantes a eternos jóvenes o a bellos emuladores del atractivo de las estrellas del cine y la pasarela, a una espiral de implantes, correcciones, cortes y estiramientos.

Por lo dicho, la edad y sus consecuencias se hacen muy difícil de aceptar cuando acontece y, con ello, se impone a los físicamente acomplejados pos sus defectos o su exceso a someterse al cambio de su apariencia por una imagen más acorde al espíritu de los tiempos. O, al menos, esos es lo que parece.

Así, el viejo es más que un viejo: es una persona culpable. Culpable por no someterse a los ofrecimientos milagrosos de la industria del embellecimiento como una forma de consumo más, asequible y, por tanto, exigible. Se conmina al poseedor de un físico considerado defectuoso a su manipulación estética. Quien no se doblega es menospreciado. Ocurre cuando no se aceptan personas de determinado físico en determinados trabajos.

Pero el anciano envejece a su pesar y el feo lo es de forma innata y de esta manera con la edad no se suman solo años sino también fealdad y discriminación y el poco agraciado debe cargar en la conciencia de una culpabilidad complaciente si no corrige sus defectos levantando así un desafío directo al dogma del culto al cuerpo y a la belleza juvenil.

Pero, por suerte, bastantes personas aún no se doblegan al valor de lo bello como imposición y muchos ancianos viven felices con sus arrugas y sus años, muchos gordos son sus kilos de más y muchos feos con sus defectos.