El individuo desea manifestar su individualidad y tanto cuando atiende de forma onanista a las prestaciones de su móvil o su iPod, practica footing o describe en su web-blog los momentos de su vida, muestra su afán de mostrarse diferenciado. Vivimos en sociedad, somos seres sociales, pero recalcando nuestros modos y actuaciones, opiniones y estéticas, con complacencia de sujeto que se quiere significar.

Nos aproximamos a los demás pero subrayando lo que nos distingue de los demás. Buscamos su compañía pero sin comprometer nuestra diferencia. No queremos ser uno con el todo. Aún integrado en la Masa el individuo afirma su orgullosa e inevitable soledad.

No hay nada revolucionario en ello. El individualismo siempre existió, aunque solapado bajo el sistema de costumbres y el mecanismo, homogéneo y gregario, de una cultura tribal; o bajo los acartonados ropajes religiosamente integristas de las sociedades medievales. Fue en la modernidad con su diseño capitalista del hombre emprendedor y autorrealizado -el “Self-Made Man” de la cultura norteamericana- cuando el deseo de triunfo como meta vital promovió la necesidad de un quebrantamiento de las cadenas que le ataban al grupo y, a su vez, un ensalzamiento de su unicidad, inequívoca y sobresaliente, frente a cualquier integración económica e ideológica. El individuo llegó así, a ser el paradigma, un modelo de existencia concienciada de sí misma y cada vez más extendida. Un individuo que se muestra elevado por el logro de su afirmación, diferenciado de la Masa por el deseo existencial de pronunciar

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su mismidad y alejado de las ataduras unificadoras que le impiden construirse libremente.

Políticamente, como valor puramente Occidental, el individualismo es la característica más evidente del sujeto democrático entendido en su plenitud y máxima extensión y ha creado para la idea democrática, con su atractiva cualidad de independencia vital, el caldo de cultivo propicio para su apuntalamiento y propagación en los últimos 250 años.

Al automatismo del sujeto totalitario se opone y se impone, ya definitivamente vencedora, la ideología de la propia identidad que promulga el individualismo: un paradigma sin oposición.