Tengo que decirles un secreto. Un secreto que no es tal porque -si se piensa un poco- es una obviedad. Otra de esas obviedades que pasan desapercibidas a la mayoría. Hay que decir que, muchas veces, lo obvio es como nuestra nariz, que aunque la tenemos delante no la vemos. Pero dejándome de digresiones les revelaré mi secreto: las buenas personas no existen. Se trata de un mito más. Con esto tampoco quiero decir que todos seamos malos y requetemalos , solo que creo que virtud y maldad convergen en nuestro interior en una inseparable cópula que constituye nuestra naturaleza. Existen personas, digamos, no-buenas, malas e hijas de puta con pintas. Poniéndome más pesimista aseveraré : la inocencia no existe, el hombre nace culpable de ser hombre. Por eso cada vez que oigo hablar de buenas personas me entra la risa. Lo que si somos es manifiestamente mejorables. Y porque cabe esta posibilidad y porque, a veces, gusto de mirar la mitad llena de la botella alivio algo mi pesimismo y misantropía.

Les he contado mi secreto porque estaba seguro que no lo sabían. Nadie lo sabe. Queremos creer en la bondad intrínseca del género humano como creemos en divinidades, en supersticiones o en ocultas y falsas ciencias -esas sin método experimental-, pero todo, al final, resulta un cuento, un gran cuento chino con que la humanidad se anestesia de la maldición de vivir una existencia sin sentido ni propósito ni -lo que es peor- prolongación.

Suele ocurrir que a quienes tomamos por bondadoso no es más que un pusilánime sin valor para realizar sus más secretos deseos de hacer el mal. Pero, sin llegar tan lejos, lo que somos realmente es una mezcla de egoísmo e interés, idiocia y descuido moral. Sobre todo esto último por falta de empatía que es como se llama hoy día a la cristiana misericordia. Esto es lo que nos lleva a cometer errores. Claro está que entre los defectos y practicar un hijoputismo químicamente puro (el instinto criminal, por ejemplo) median años luz de distancia. Pero no hace falta tener impulso criminal ni ser perverso para ser asiduo practicante del mal, un mal que sin ser absoluto si es condenable. Solo hay que dejarse llevar por lo dos mayores intereses que dirigen la conducta humana: sexo y dinero. Intereses que se pueden intercambiar por otros tranquilamente, como fama y amor (sí, por amor también se hace el mal) o por cualquier otro interés que pueda ocurrírseles.

También tienen que ver en esto de hacer el mal las pasiones; o ese sentimiento inconfesable porque delata la inferioridad en que se encuentra quien lo padece: la envidia. Pero, y esto es más importante para hacer el mal tampoco se necesita ser una hormigonera que amalgame pasiones e intereses egoístas en sucia mezcolanza sino tan solo caer en algo tan aparentemente fútil, tan etéreo, y extendido a la vez, que pasa tan desapercibido, como la ligereza, el descuido. Por ligereza, por un tonto hablar por hablar solo como una forma de trato social, un hablar sin mala fe, (no ese hablar morboso y canalla de los y las cotillas) se levantan y propagan sucios rumores y repugnantes calumnias que pueden causar gran daño moral a quienes van dirigidas. Ya se ve: con solo hablar. Por todo esto y por todo lo anteriormente dicho yo no creo en las buenas personas, porque como decía el también escéptico escritor Juan Benet: “Al final todo el mundo la pifia”.