¿Cómo realizar un examen de conciencia si se carece de autocrítica, si no se posee la capacidad de colocarse en el disparadero? A decir verdad, todo ejercicio de autoanálisis moral, público o privado, hablado o meditado, nos sitúa ante el examen de nuestra humanidad y nuestro verdadero valor como sujetos morales. Nos eleva o nos denigra según el grado de ahondamiento que practicamos en nosotros mismos. Somos ciegos perpetuos a nuestros errores. Cuando nos vemos en el trance de revisarnos, de fustigar la consecuencia de nuestros actos, nos creemos en la autocomplaciente situación de estar liberados de su amoralidad. Libres para obrar pero inevitablemente atrapados en una cárcel de convenciones. Amos de nosotros mismos pero deudores del juego social y moral.

Por consecuencia, toda pretensión de actuar en sociedad requiere una concienciación del sujeto, pero ¿cómo podrá este concienciarse sin levantar el edificio de un constructo moral, una imperativa y rígida narración ética consensuada socialmente?

Pero además, ¿de qué forma levantar una base ética en que todas las conciencias abreven?, y ¿cómo consensuarlas a todas? No hay forma. Puede que este fracaso sea la única manera posible de contentar a todos no contentando a nadie y permita un ajuste normativo del engranaje social.

Este mecanismo levanta con su vaguedad y multiplicidad el horizonte mental y conceptual del sujeto mientras sus palancas (la conciencia y la autocrítica) vienen a ser unos imprescindibles y valiosos instrumentos de crecimiento personal o un evanescente gesto de hipócrita apariencia en el teatro de representaciones sociales.