La fascinación por la novedad, el lucro como meta vital, la originalidad por la originalidad, lo hortera, lo efímero y el narcisismo son los fundamentos conceptuales de este momento. Así, de igual forma que la idiosincrasia de la sociedad y su mentalidad revertieron a mediados del siglo XX los valores éticos y estéticos, ambos devinieron a rodar en la autocomplaciente superficialidad de otro territorio mental apartado y delimitado con rotundidad del ámbito normativo en que se fundamentó el sistema de apreciación ético y estético anterior y su mecanismo de ideas formado y heredado de siglos atrás.

Esta reflexión, que busca ser neutra, está relacionada y viene a colación con la distinta apreciación de lo bello y lo vulgar, lo verdadero y la apariencia, la espiritualidad y y el materialismo, lo correcto y lo incorrecto y, en resumen, con el talante del actual sistema valorativo dado que el anterior se haya en ruinas y sin una posible y benéfica restauración que lo socorra.

Fundamento básico de nuestro tiempo -y como consecuencia de su ramplona vacuidad- es la recalcitrante generalización de la superficialidad. Tanto en los contenidos de la televisión o Internet, en las relaciones con los demás, en el cultivo de la propia imagen o en el consumo cultural, la superficialidad se extiende como la espuma en una época caracterizada por la religión del consumo y que profesa una devota adoración por el dios Mercado.

En el orden valorativo anterior, cuando había que elegir entre diferentes opciones vitales y estéticas, el sistema de valores ofrecía entre su ramaje un rígido surtido de soluciones para ello. No cabía el relativismo moral, ni el escepticismo intelectual, ni la estridencia en la imagen o en el gusto, ni otra salida de lo establecido en la Masa que siempre se nutría una y otra vez de los frutos de lo aceptado como norma. A cambio de la aceptación de este constructo cultural y moral todo el mundo contaba con el marchamo de la consideración social de formalidad y buen gusto.

Ahora, el orden ético y estético es otro -las cosas no son tan absolutas- y lo profundo en los modos y comportamientos, tan restringido en su declive, se han convertido en un profeta que predica en el desierto y la superficialidad, tan satisfecha y fascinadora en su auge, ha convertido en ídolos intocables y todopoderosos el culto a la belleza y el dinero, la obsesión por la propia imagen, la búsqueda de la fama a toda costa – y no el éxito profesional- y el gusto por las apariencias.