Una nueva religión unida a un indiscriminado afán lucrativo ha venido a copar la mente de muchos jóvenes. Tan extendido se presenta esta religión que se ha constituido en aspiración vital máxima de una ingente falange de practicantes de la ambición que cuando la alcanzan consideran su vida anterior como un injusto y sufrido tránsito a su vida auténtica, su nueva realidad mediática. Ejemplos sobrados de esta excrecencia del mundo de las comunicaciones se encuentra entre los personajillos surgidos, por ejemplo, en los distintos reality-shows televisivos. La implantación de esta fe popular, introducida aparatosamente en la actualidad social el siglo XXI invierte la estructura de valores que sostuvieron y dieron corpus ético a la antigua y desaparecida sociedad heredada por Occidente desde el final del Imperio romano. esta religión de lo inmediato, lo materialista, lo banal y lo vulgar ha trastocado las relaciones entre mérito y éxito y entre valor y precio y ha propiciado el intercambio de las antiguamente prestigiosas públicas por el personaje mediático.

A esto se añade que todas las manifestaciones de esta religión en el mundo de la moda, el rock, la televisión, el cine o Internet generan una subcultura de la imagen en la que, además, de prescindirse de los valores éticos clásicos se menosprecia el cultivo de la dificultad y la exigencia de la calidad y de la inteligencia imponiendo una dictadura de la apariencia que tiene su máxima expresión en la multiplicación de las clínicas y operaciones de cirugía estética. Facilidad, belleza, dinero, juventud y frivolidad son vértebras mantenedoras de esta deformada anatomía del estrellato mediático. ¿Cómo no entender, cabalmente, que esta promesa de flashes y focos, de beneficios fáciles y griterío, de incultura y amoralidad no se propague como la pólvora?

Ahora mismo entre los que estrenan su juventud aún ajenos al mundo de las responsabilidades adultas se advierte esta metástasis del famoseo inmerecido. Frente al paraíso de la alta cultura y los prestigios basados en el esfuerzo, contra la dificultad del ejercicio profesional: el triunfo voraz de la fama, del ser famoso como realización personal y bien supremo, la sublimación de la facilidad y de lo inmediato. Una fama que entiende y subraya la vida como el apogeo del aquí y el ahora y que ha renunciado desde el principio a la perdurabilidad del éxito alcanzado más allá de esta vida. ¿Qué es esta sed de vano estrellato sino la negación del verdadero reconocimiento de una Gloria alzada sobre el pedestal de los talentos?

Las críticas vertidas a esta nueva religión siempre se apoyaron en incontables razones que evidenciaban su nulidad cultural y ética pero ¿cómo no sentirse derrotado en la crítica a esta abyección ante la propagación como pandemia de esta promesa de éxito fácil que trastoca el antiguo valor de lo meritorio y ofrece el todo por nada, la satisfacción inmediata de lo material y de los egos con el único esfuerzo de mostrar públicamente una orgullosa ignorancia, un afán narcisista de notoriedad

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y una apología de lo inmerecido? Así, figuras que de otro modo vagarían en un paraje de anonimato, abandonan, ese territorio de nadería y acceden hasta un altar excremental de difusión mediática traslasdando consigo su innumerable mediocridad.

Tiene este fenómeno precedentes abundantes este siglo desde el grafitero que se reivindica garabateando superficies encalles y metros hasta el boom comercial del arte posmoderno que reivindica la juventud artística como paradigma de lo valioso y, más allá, en el fenómeno de arte pop de los años sesenta del pasado siglo que elevó a la categoría del icono cultural a algún artista cuya obra ni propone un discurso intelectual de valía ni desarrolla un sentido artístico basado en el talento sino solo en la autopromoción y la vacuidad.

El último tipo de personaje incorporado a esta plataforma de lo inmerecidamente famoso y nulamente cultural se ha revelado entre la oferta de propuestas de la red. Muchas y suficientes ejemplos de este carácter hacen pensar que su propagación no se deriva de una moda pasajera sino que refuerza el apuntalamiento de un fenómeno sin usos de desaparecer prontamente. Fenómeno inextinguible si se piensa, además, que esta notable transformación social se basa en un nuevo orden que la demanda. Me temo que no hará más que asentarse a la perpetuidad y que quizás se propaguen a la esfera identitaria de otros ecosistemas culturales.