Resulta muy difícil, casi imposible, encontrar un mercado más esnob, fraudulento, especulativo, inflado y cínico que el mercado del arte actual. El mismo respeto interesado con que los participantes de la lujosa y económica feria del arte hablan de ella es una clara muestra de lo que acontece en ese ámbito. Un mercado instalado como una pieza más del salvaje capitalismo financiero levantado en las últimas cuatro décadas para entronizar la especulación más abyecta y que se ha constituido en EEUU y Europa en la principal amenaza de la sociedad del bienestar. Una economía sustentada por los bancos, que actúan en su seno como oportunistas negociadores, especuladores privilegiados y operan, a su vera, como inclementes desmanteladores de la vigencia del Estado social.

Al artista entrar en el mercado del arte y su noria especuladora le interesa más que nada, no hay duda. Posibilita ello ser partícipe del millonario y azaroso juego de la ruleta de la fortuna que allí se desarrolla. Mostrar la propia obra en el espacio expositivo de una galería invitada a participar en ARCO o la Dokumenta de Kassel o ser pieza preciada de los coleccionistas y museos genera ciertas y valiosas oportunidades de ascenso económico y apuntalamiento de la fama entre la crítica y en el propio mercado del arte. Un mercado en el sentido más estricto y mezquino del término donde prima, sobre todo, el beneficio económico y no la calidad del género que se vende y que lleva por su sistema sanguíneo un voluptuoso volumen de dinero que alimenta bastardos intereses, falsas reputaciones e inflados prestigios, creaciones calculadas de modas y de movimientos artísticos, y subordinaciones a las galerías y a la crítica, que en nada tienen que ver con el artista como individuo que debe vivir y realizar libremente un proyecto estético y el constructo intelectual que le sirva de armazón.

No es amor al arte lo que constituye el mercado del arte sino principalmente fluido pecuniario, monetarismo burgués. No es en manera alguna una experiencia estética lo que motiva al artista ni lo que alimenta este organismo, apoyado por la crítica, una y otras vez.

La crítica apoya al mercado del arte porque si este en el pasado obtenía sus beneficios negociando con lo que no era arriesgado y emitiendo un mensaje de conservadurismo estético, de misoneísmo doctrinal e ideológico, ahora da por inevitable la fiebre especuladora; supone a los artistas y galeristas como promotores del riesgo estético, continuadores de la Vanguardia de la primera mitad del s.XX; y fundamenta su prestigio en no querer ver y descubrir que el rey está desnudo. Con estos rasgos funcionales, lucrativos y conservadores, el mercado del arte se asemeja al mercado de valores común pero donde se negocia con lienzos y esculturas, y donde los artistas desarrollan su obra sin ideales ni espiritualidad alguna, sin ideología utópica ni proyecto redentor que los sustente. Todo en nombre del poderoso caballero don Dinero.

¿Un prestigio y arriesgado artista? Esto ya no tiene importancia ni es creíble porque el artista de vanguardia pertenece al relato de los ismos históricos y construía su obra con conceptos novedosos, discursos formales inéditos e intereses ajenos al comercio de su obra. Realizando su obra a los márgenes del mercado del arte y de los salones oficiales fundamentaba su prestigio. Sencillamente, el artista operaba como un individuo incontaminado, cuya característica fundamental era crear arte para un selecto y minoritario grupo de connoisseurs y reformar la sociedad convirtiendo su obra, a la manera de una bomba revolucionaria, en explosivo atentado contra los valores establecidos.

La vanguardia histórica que tanto hizo por regenerar, con su transgresora mecánica, el artefacto académico heredado del s.XIX y generar, a su vez, espacios estéticos libérrimos donde se podían expandir los espíritus artísticos más creativos, investigadores y progresistas, ahora yace de cuerpo presente pero fenecida, embalsamada y expuestos sus resultados, como en sepulcros de lujo, en los museos de arte contemporáneo para -la gran mayoría de las veces- la boba y aborregada contemplación de un público ignorante de su verdadera valía y -las menos de las ocasiones- fruición estética de los buenos y verdaderos aficionados al arte. A su vez esta momificada transgresión para el recuerdo de la vanguardia artística permanece como una inmejorable coartada intelectual y crítica, de exacto engranaje argumentativo, para mantener enhiesto su negocio el todopoderoso y ya inevitable mercado el arte.