El poeta ama la existencia. El filósofo, en cambio, se extraña y discurre ante ella. Ambos se sienten invitados a crear desde ella pero mientras la poesía es una experiencia que se recrea en la belleza del mundo -una experiencia que experimentan tanto el autor de los versos con el lector-, la filosofía es una ciencia, una ciencia de la reflexión, un discurrir complejo que también es una experiencia, si se quiere, pero con el concepto como combustible primordial. Donde el poeta experimenta gozo estético el filósofo experimenta gozo intelectual.

El poeta se impresiona ante el esplendor de cuanto existe mientras la existencia para el filósofo es el motivo de una análisis sosegado. La existencia es el Todo, y con sus interrogaciones sobre ella el filósofo construye teorías. Teorías no exentas de dudas por que el filósofo que es auténticamente filósofo siempre duda. Al contrario, el poeta se apoya en la certeza: la certeza en la belleza del mundo y la belleza de la poesía.

Como punto en común, filósofo y poeta, reducen la realidad a lenguaje. Un lenguaje que atrapa tanto lo tangible como lo intangible. En el filósofo el lenguaje es la herramienta de su capacidad razonadora. Pero donde el filósofo pone Razón (el pensamiento) el poeta pone Emoción, una praxis sentimental, que si se piensa, tiene como resultado otra realidad: la realidad poética, ajena a la realidad misma y, a su vez al ser experimentada, parte de ella.

Otro elemento que comparten el filósofo y el poeta es su aspiración a la Verdad. El filósofo siempre fracasa en ello. Su única aspiración, al final, es la de ser lúcido pues la lucidez es la forma más incisiva de aproximarse a la Verdad. El poeta, por el contrario, cree haber alcanzado la Verdad. La Verdad es lo bello y la Belleza está en la poesía.