Es posible que no haya moral superior que la moral del estricto. La moral es una frontera áurea que separa su territorio del relajamiento y la falta de conciencia. Pero cabe destacar que hablo de una ética civil y no de una moral basada en lo sobrenatural, en una autoridad esclavizante; ni tampoco hablo de una moral que cambia en función de lo que dicta una nueva mayoría social -como son los apologetas de lo políticamente correcto-, sino de una moral de la autoexigencia primera, una ética individual cimentada sobre valores comunes, sustanciada en las costumbres, que florezca basándose en conceptos de lo que está bien o mal que se impone la necesidad demostrar que son insobornables contra las propuestas cínicas de los que se amparan en la libertad y el individualismo mal entendido y en su propia ética, privada y exclusiva.

El bien y la bondad exigen un esfuerzo consciente y razonable para que su ejercicio no lo transforme en una feria de tiquismiquis: la maldad, en cambo, dispone de un ilimitado arsenal de desconcienzada insensibilidad que se muestra abiertamente inasumido. Donde la ética es suave el mal es belicoso y hostil a la Razón.

Sí, hostil porque hay quienes juegan al equívoco en el plano moral y gustan de difuminar los límites que separan lo aceptable de lo inceptable y lo diáfano de lo retorcido, cuando estos límites son tan musculosos que no se debe sentir amenazada la bondad por la proximidad de los abismos.

Y, en verdad, es más sensual el tentador abismo de la inmoralidad por las satisfacciones que se conquistan en su realización; o es más atractivo no asumir nada que cargar con culpas molestas; y es más acogedor un paisaje moral descompuesto por su libérrimo ofrecimiento de un “todo vale” donde los instintos se solazarían sin enconsertamiento alguno.

Esta ética del estricto no es en absoluto fácil de lograr. Para conseguirlo solo se podría constituyéndola en proyecto de vida cimentado a través de una lúcida tarea y una voluntad preestablecida. Se trata de un propósito que nace del anhelo de perfeccionamiento sentimental (“Sin sentimientos morales no hay moral posible” ha dicho Ernst Tugendaht) o de la necesidad vital de realización sin poner ningún interés en su objetivo y cuya posible evaluación se halla despojada de coartadas y articulada sobre la minoritaria plataforma del autoanálisis que, con pulcritud, anega toda sabiduría.

Personal e ideal, también puede ser general y práctica. La moral del estricto cristaliza un orden que facilita un asimiento antes concreto que abstracto y que se presta a ser conquistado, dominado y expuesto. El desorden, este actual desorden del mundo que lo confunde todo, es ante todo el desorden de un individualismo personalista que derrumbaría cualquier arquitectura de valores que se dispusiera nadie elevar. El estricto moral, en cambio, transformaría este caos en renovada y espiritualizada esperanza, una esperanza embrionaria aún pero presagio de un tiempo más decoroso que nos alumbraría con su luz.