Alrededor de la mesa de una cafetería, en un encuentro casual en la calle, en una hora libre entre dos clases universitarias, ante el televisor o la pantalla de ordenador, en la sobremesa de una comida de negocios o a la puerta de una iglesia tras la misa, antes o después, se da el cotilleo. El morbo, la incultura, el gusto por la información baladí son los elementos con que rellenamos los huecos de una vida insatisfactoria, vacía de experiencias gratificantes; infectada por la suciedad verbal del cotilleo: el grado más tolerable y socialmente aceptado de bajeza.

Aquello que inevitablemente y con voluptuosa asiduidad nos brota como inmundicia verbal no entraña riesgo personal o intelectual alguno. El rumor elabora su propia carcasa de aceptación cuando es parte insustituible del trato social; posee sus propias armas y defensas. Forma, finalmente, la hebra profunda con que se teje una conversación exiliada de cualquier intención edificante. El chismoso y su pretensión de protagonismo, el resaltar de la acción difamadora y sus inmundos resortes de placer mientras se habla o escucha, levantan la estructura con que se eleva el edificio de la banalidad con sus distintas alturas de intrascendencia y maledicencia.

El grado de desnivel que se da entre lo tolerable e intolerable como tema de conversación se alza entre diferentes percepciones de su pertenencia y moralidad; entre opiniones de muy diferentes componentes personales y valoraciones morales. El cotilleo goza socialmente de una alto grado de aceptación cuando, máxime, en la teoría se establece un desprecio de su práctica. Existen, sin embargo, gloriosas excepciones con visos de excentricidad, personas que sin propósito morboso alguno pueden establecer una conversación fluida y sin mácula de chismorreo. Sus comentarios fulgen en su pureza de contenido pero son desplazados y arrinconados cuando surge el comentario roñoso en el que el cotilla funde lo pulcro con la práctica viciosa del cotilleo.

Esta persona no cotilla, eminentemente elevada, propietaria de una pulcritud inmaculada en el habla, lo es de forma consciente y como acto volitivo de renuncia a la infame práctica de lo morboso. Aspira a alcanzar un decoro verbal celeste alejado de una perfecta mundanería que se rebaja y arrastra en una palabrería excremental. De hecho, las charlas y situaciones que domina se convierten en momentos que deleitan no solo al oído sino a un fruitivo sentido de la estética que se muestra para denigrar la fealdad moral de los cotillas. De lo dicho se deduce que el cotilleo se diferencia de la pulcritud oral porque mientras el cotilleo es en esencia un acto, la pulcritud oral es la consecuencia de una inacción. Se es pulcro como una manera elevada de no rebajarse a la mundanería y como consecuencia de una ética que se cumple con el silencio.

Esforzadamente, toda pulcritud oral debe necesitar del esmero, la toma de conciencia, la contención, como también de la elaboración diaria, la corrección moral, y la vigilancia; pero, gratificantemente, este paquete de prácticas se disuelve en la belleza de las buenas formas que constituye, de manera inevitable, este cuidado ejercicio de elegancia de quien no habla de lo que no es asunto suyo