¿Puede ser que una persona llegada a la senectud deje de tener el mismo valor que tuvo cuando aún era joven? Y, ¿puede realmente su alma volverse a sentir joven?

Puede que ocurran ambas cosas teniendo en cuenta los valores actuales donde la belleza y la imagen de la juventud se han constituido en el bien en el bien supremo y envidiado y donde se ha dado como consecuencia un boom de la oferta de las formas de embellecimiento y mejoramiento del atractivo físico. La apariencia juvenil ha acabado colocándose entre los valores imperantes y suprimiendo con su imposición el antiguo y moribundo prestigio de una experimentada y sabia vejez.

Toda persona que alcanza la vejez se adentra en una indiferencia y en un ninguneo de radical implantación social por mor de la subida a los altares de lo joven como fin vital y no como etapa de transición y superación.

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