Los gobiernos y otras autoridades menores se empeñan con su periódicas campañas de promoción en que los visitantes de un país visiten museos y abandonen los bares, vean menos TV y lean libros, dejen de fumar y practiquen algún deporte o moderen el consumo de alcohol y otras drogas y, en definitiva, ocupen su tiempo de ocio con hábitos saludables y enriquecedores. Pero, sin embargo, las prácticas insanas y empobrecedoras han sido asimiladas -en nuestra contemporánea sociedad de consumo- por gran parte de la población como una forma de vida y seña de identidad. Se pueden hacer muchos usos positivos del propio ocio pero es imposible imaginar a esa gran parte de la población aprovechándolo en su beneficio, al menos, mientras se lo permita la salud. Ocio y hedonismo, hedonismo y ocio, van juntos, tanto en las predilecciones como en los valores del ciudadano como en los datos sociológicos y económicos de consumo y empleo.

La obesidad, el colesterol, el infarto de corazón y otros problemas coronarios, la cirrosis, los distintos tipos de cáncer y los problemas mentales tienen visos de pandemia medieval, pero

la desaparición de todas las industrias, legales o no, ofrecedoras de ocio y hedonismo insano y culturalmente empobrecedor alcanzaría proporciones apocalípticas para la economía de un país. Aún así, cualquier campaña oficial, que parta de instancias públicas, para dirigir el ocio de la ciudadanía y para aconsejar hábitos saludables, recibe la aprobación general. Acaso por el desprestigio y la mala prensa que ha adquirido el ocio hedonista por razones obvias y ya citadas arriba.

Aunque quizás se trate de un desprestigio y una mala prensa de tintes ambiguos. Porque si, por una parte, se aplauden las campañas de salud, por otro la intromisión y vigilancia de los gobiernos en las costumbres individuales son airadamente protestadas. El fenómeno culpabilizador del ciudadano y del hecho hedonista se ha dado, a la vez, que el citado y creciente desprestigio de las formas de ocupar y negociar el ocio y de practicar hábitos no saludables. No se puede fumar en ciertos espacios sin incurrir en multas graves. No se pude ser obeso sin enviar un mensaje desfavorable de indolencia, glotonería y enfermedad. Se debe tener mucho cuidado de mostrar productos de contenido sexual a niños a riesgo de se acusado de pervertidor. Está mal visto la venta de alcohol a jóvenes porque se entiende como una grave comportamiento homicida. No se puede ejercitar sexo sin protección sin ser tildado como suicida.

En la década de los 60 del siglo pasado como consecuencia del modelo de sociedad de consumo triunfante en EEUU y Europa, la reivindicación del hedonismo se convirtió en el desafío más rotundo y exitoso a los vetustos y caducos valores anteriores y en la muestra más hipnótica y extendida de evolución moral en muchos siglos. Por na parte, nos sumergía en un concepto vital más fresco y libre, nos desembarazaba de opresivos tabúes, y proporcionaba independencia para la realización personal de muchos.

Y no digamos cuando la mujer también pudo, entonces, hacerse partícipe del cambio y tomó el mando de sus decisiones y de su vida. Hombres y mujeres involucrados en un inédito paisaje moral protagonizaban un nuevo paradigma mayor libertad e igualdad. La nueva filosofía no sustituía a anhelos humanos universales y eternos como son la búsqueda de amor y riqueza pero ¿quién podría decir por aquel entonces que no se ofrecía a las personas una trayectoria vital más completa?

Ahora, sin embargo, las cosas parecen muy diferentes y los comportamientos y hábitos de muchos a la luz de los resultados de los datos de salud de la sociedad vienen a desdecir las promesas de felicidad del hedonismo. Desde la alegre y libérrima desinhibición que mostraba el movimiento contracultural de los 60 con su apología del sexo libre y del consumo de drogas se ha desplegado un muestrario de problemas sociales (mafias de trata de blancas, embarazos no deseados de adolescentes, negocios ilegales) y de salud (adicciones, Sida) además de un acrecentamiento del cinismo social que no se había dado en dos mil años de dominio eclesial de las mentes.

SHAKESPEARE