Al deseo de perfección se le ha presentado como la fórmula mágica del éxito profesional. Según se cree es este anhelo utópico la base compacta en la que el éxito en la acción deportiva, en las artes, en la labor política o en la imaginación científica brota, se desarrolla y concluye.

A todos los profesionales con carrera exitosa en las áreas mencionadas se los identifica como productores de una acción sin mácula de incertidumbre o error.

¿Son productores de una impecable acción profesional porque acaso gracias a crear su labor en este supuesto espacio de certeza y exactitud, límpida y pulcra, alcanzan nuestro reconocimiento? ¿Son productores, en fin, de esa labor digna de encomio -y al parecer inigualable- por esa pulcritud de actuación? ¿Obran todos estos profesionales sobre el deseo de exactitud, creencia máxima por excelencia, en búsqueda de una finalidad absoluta? Y, además, ¿son realmente productores de una impecable acción? Permitan que yo lo ponga en duda.

Toda persona de éxito cuando repasa su carrera se asombra de su propia trayectoria al advertir como en gran medida ha entrado en juego el azar y la suerte. La aleatoriedad sustituye a la perfección. Su labor cotidiana -así como toda su obra profesional- no se conduce con la impoluta pureza de una operación matemática que siempre arroja el mismo resultado; ni con el mecánico y exacto proceso de un robot industrial que repite milimetricamente los mismos movimientos en infinitas ocasiones. Tampoco surge esa labor de un guión de hierro de trama rigurosamente calculada con el fin de anular todos los flecos e interpretar un conocido y ensayado papel.

El profesional exitoso es también ejecutor de un talento, y sabe que en el afán de corregirse este gana forma y utilidad. Porque la brillantez tampoco tiene nada que ver con la perfección. Siempre se manifiesta convulsa e inexplicablemente como un borbotón de magia que asoma en el quehacer de su privilegiado posesor. Bajo el pulido acabado de las esculturas clásicas; tras las cifras exactas de la solución a un problema matemático; o entre los análisis y las deducciones que conducen aun descubrimiento científico, late el pulso prodigioso del genio humano y no ningún anhelo de perfección. Es más, se puede decir que el anhelo de perfección es un síntoma de medianía. El mediocre quiere alcanzar con él donde no alcanza con su escasez de talento.

Los anhelos de perfección y de orden van unidos. El totalitarismo es una búsqueda de orden y, por tanto, de perfección. El totalitarismo aspira al sistema ideal, el gobierno irreprochable y la sociedad perfecta. Para el totalitarismo el camino de la ideología es el camino de la armonía y de la homogeneidad de las conciencias. Todos deben pensar y sentir igual. El totalitarismo no tolera las opiniones, sentimientos de pertenencia y creencias adversas. La democracia, sin embargo, nace del impulso contrario al totalitarismo. El demócrata asume la imperfección de sistema. En él resulta contradictorio creer que existe la democracia ideal como creen realmente con pasión adolescente los defensores de la democracia asamblearia. El demócrata, además, si tolera el pensar y el sentir contrario. O debe hacerlo al manos.

Por último: la persona de éxito es, es consecuencia, un ser inevitable y afortunadamente imperfecto. Un trapecista jugándose, sin red que le recoja, su carrera a cada salto en el vacío, mostrándose, trémulo, expuesto al azar y al capricho de las circunstancias y dependiendo en cada lance de su propio talento. Un juego entre lo impredecible y lo convulso, entre la inspiración y el capricho, entre el triunfo o la derrota. Es, por tanto, imposible que la persona con éxito llegue a él desde el anhelo de perfección. El desconocimiento de esto es cosa común pero no por obviar esta realidad se alcanzará el éxito tan deseado.