Peor que aún haya hombres que no se comprometan con la causa de la mujer es que algunos estén involucionando hasta sacar el ser primitivo que llevan dentro.

Se dan algunos ejemplares masculinos que solo se diferencian con los trogloditas que fuimos en que conducen un coche, se cortan el pelo y esgrimen contra sus semejantes -en vez de un hacha de piedra tallada- una tarjeta de crédito como poderosa arma: símbolo de estatus social.

A decir verdad, creo que han debido existir muchos hombres en toda la extensión de nuestra historia como especie que parecerían concienzudas feministas lectoras de Simone de Beauvoir si los comparásemos con ejemplares masculinos actuales.

La violencia de género, las agresiones sexuales como reacción frustrada a una negativa, el machismo contumaz disfrazado bajo ropajes científico-evolutivos, la intolerancia más obtusa que surge del miedo a perder el dominio social sobre la mujer y otros miedos inconfesables para las personalidades inseguras sitúan a muchos hombres actuales en el punto de salida en la reciente historia de la liberación de la mujer.

Todos estos primitivos presentan bajo aspectos diferentes una misma y tenaz mentalidad. Los hay, además, en todos los niveles de la escala cultural y social. Hay primitivos que llevan tatuajes y que se jactan de parecerse a muchas mujeres en el pulcro cuidado de su imagen; primitivos que no ocultan su lado sentimental y gimotean escuchando su ópera favorita; primitivos que llevan alzacuellos y justifican su misógino primitivismo en la voluntad divina. También hay primitivos machistas y sexistas ocupando cargos públicos a los que han sido aupados, paradójicamente, gracias al voto de muchas mujeres; o también se dan en la figura de hombres acomplejados sexualmente que temen el repentino poder adquirido por las mujeres en esta materia.

Muchas veces he podido ver en documentales televisivos a los últimos pueblos primitivos que perviven en nuestro planeta. En uno de ellos observé a mujeres Yanomami con trozos de oreja arrancados a mordiscos por sus maridos como castigo a una supuesta infidelidad de ellas. Esta práctica es muy común entre los Yanomami. El caso contrario -cuando los hombres son los infieles- no se da.

Pero ningún Yanomami puede manejar un ordenador, ni con continuas palizas convierte en un infierno la vida de su mujer; dos comportamientos, uno que sitúa al hombre en el centro de la creación; el otro le sitúa por debajo de las alimañas.